Nos gustan las noches, en las que la ropa vuela incluso antes que nuestras mentes. Me muerdes con las excusas baratas que me pones para justificar tus ansias, son innecesarias. Me agarras las piernas como si quisieras llevarte un trozo de mí, un vago recuerdo que algún día te permita pedir un rescate. Me acaricias sin pedir a cambio mi piel y me abrazas con la intensidad justa, dejándome sitio para sentir y respirar.
No necesitas colarte rastreramente en mis sueños para hacerme sentir que ya vivo en uno. El hecho de que todo el mundo sepa como me llamo, pero solo tú sepas como llamarme te da una posición privilegiada.
Ver tu nombre en la pantalla de mi móvil mientras suena esa canción que nos hicieron sin saberlo. La certeza de tener tus ojos clavados siempre en mi espalda, o quizá un poco más abajo. Un despertador de besos y caricias que siempre suena antes que el mío. La cara que pones cuando no puedes ocultar la emoción. Todo eso hace que se prendan las sábanas cada vez que las toco. Provocas un incontrolado pero justificado incendio en mi habitación, y en mí.
Quiero correr contigo y recorrerte, quiero correr lejos y que te corras, y que luego no nos hayamos movido de la cama. Quiero secuestrarte y que los tópicos y el miedo no te invadan, que sea solo yo. Quiero entender por qué la brújula nos situó en puntos distintos, pero que a pesar de eso, seguimos latiendo en el mismo rincón. Quiero cambiar de ropa y de cama, de postura y de sábanas, pero no de manos, ni dientes, ni temblores de piernas. Quiero saber quién eres entre gemidos, y que no te importen las noches sin dormir.
Dos lados de un mismo sofá, dos ínfimas partes del mismo universo y una sola convicción: dos cosas que chocan no solo se rompen, también se complementan.
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